EL TERCIO ORIAMENDI EN ARAGÓN Y CATALUÑA

Por ser de interés para los lectores estimo conveniente hacer en primer lugar algo de historia: Un Tercio equivalía a un batallón de ejército; el Oriamendi se constituyó en Guipúzcoa, tomando el nombre del monte (mendi) Oria, que es igualmente el título del himno del requeté, porque en una batalla de la primera guerra carlista en el referido monte, apareció la partitura musical de autor desconocido, y se le adaptó una letra: "Por Dios, por la Patria y el Rey...". La creación de la referida Unidad posiblemente constituya un caso único, porque cada Compañía estaba formada por voluntarios de una misma localidad. Así la 1ª eran todos jóvenes de San Sebastián, la 2ª de Tolosa, la 3ª de Ordicia y la 4ª de Beasaín, que es la de la foto. Se dice que el padre de Xavier Arzalluz, con 49 años, se incorporó voluntario en el requeté y posiblemente lo hiciera en el Oriamendi, para terminar siendo chófer del general Solchaga, que mandaba las famosas Brigadas Navarras, en las que estaban encuadrados varios Tercios de requetés, entre ellos el que nos ocupa. De ahí que se pueda afirmar que el número de requetés superó en más del doble a los "Gudaris" (soldados vascos) y que los nacionalistas de hoy, incluido el propio Arzalluz, son hijos y/o nietos de aquellos valientes requetés.
Los requetés actuaron siempre en primera línea de combate, lo que suponía sufrir numerosas bajas y el Tercio Oriamendi no sería una excepción, por lo que, cuando el factor humano joven de aquellas poblaciones se agotó, fue necesario ir cubriendo bajas con voluntarios de otras provincias, y así llegué yo, con mis 15 años recién cumplidos en compañía de otros 5 requetés de mi comarca y una veintena más de Orense y provincia a formar parte de aquel singular Tercio. A la 4ª Compañía me incluyeron a mí, con 4 de los cinco de mi comarca (Verín, mi lugar de origen) Isidro Salgado, José Quinto, Manuel Prado y Nicolás Rodríguez con el orensano Manuel Sánchez. De este grupo quedamos vivos 3. Llegado a este punto quiero rendir un homenaje a los muertos: Manuel Sánchez, sufrió un ataque de apendicitis, la tarde del 31 de diciembre de 1937, en una marcha para liberar a los defensores de Teruel, operado sufrió varias complicaciones, por lo que se reincorporó en mayo de 1938, cuando defendíamos una posición en las estribaciones de los Pirineos, en la provincia de Lérida, llamada Peñas de Aholo. Casi no tuvo tiempo de empuñar el fusil, porque una granada de mortero lo destrozó. Aquella marcha del ya citado 31 de diciembre, culminó en las primeras horas de la noche con nuestra llegada a las puertas de la ciudad, situándonos en un pinar en las faldas de la Muela, protegiéndonos de la intensa nevada que se había iniciado a primera hora de la tarde, en plena marcha, y en espera del nuevo día para lograr el objetivo. No fue posible, ya que a las primeras luces, el fuego de fusilería, ametralladoras, morteros y obuses, caían sobre nosotros con la misma intensidad que la nieve, obligándonos a atrincherarnos para, al menos, defender aquella posición. Y al caer la noche del día 1 de enero de 1938, después de un larguísimo día de intenso combate, cayó a mi lado, con un balazo en la frente mi amigo Nicolás Rodríguez. Acababa de cumplir 16 años. A los pocos días, José hubo de ser hospitalizado con síntomas de congelación y le amputaron el dedo gordo del pie, pero salvó la vida y fue devuelto a su casa. Manuel Prado murió un año más tarde, combatiendo en la conquista de Cataluña.
Reconquistado Teruel, se inició una larga marcha para ir ocupando toda la provincia de Huesca y la de Lérida, hasta la frontera francesa, en lo que parecía un "paseo militar" o una excursión de senderismo, con poca resistencia enemiga, pero eran marchas muy agotadoras, con una media de entre 15 y 20 Km.. diarios. Así llegamos a Barbastro el día 28 de marzo, a última hora de la tarde, después de caminar unos 25 Km. La ciudad parecía desierta y reinaba un extraño silencio, en medio del cual me pareció escuchar alegre repicar de campanas. Había suciedad por todas partes y la plaza en la que desemboqué con mis compañeros de pelotón, estaba cubierta de papeles y documentos: fragmentos de carnets de filiación política, pasquines de propaganda, papeles timbrados, unos en blanco y otros escritos. Me senté al lado de la puerta de un edificio para descalzarme y buscar alivio a mis pies; se abrió la puerta y apareció una señora de mediana edad que me preguntó si necesitaba algo; le expresé mi agradecimiento y le pedí un vaso de agua.

Al día siguiente, sobre las tres de la tarde, emprendimos la marcha para cruzar el río Cinca. Todo el Tercio Oriamendi se desplegó muy cerca de la orilla, teniendo a la derecha al Tercio de Nuestra Señora de Begoña y a la izquierda el de Nuestra Señora La Virgen Blanca, de Bilbao y Vitoria, respectivamente. A mi compañía le correspondió hacerlo en una zona en la que el río se abría en dos canales, formando un islote de arena y gravilla de aproximadamente un Km. de largo. Dos aviones de reconocimiento sobrevolaban una larga elevación del terreno que se extendía a lo largo del río, más allá de lo que alcanzaba mi vista tratando de observar presencia de tropas enemigas y como no se detectó tal presencia, no se ordenó la actuación de nuestros aviones de bombardeo. Gravísimo error, que se saldó con muchos muertos. Río arriba se produjeron grandes explosiones y, poco después, se nos dio la orden de cruzar el río y ocupar la loma de la otra orilla. Puse mi equipo sobre la cabeza y me adentré en las aguas del primer canal que me cubría hasta la altura de las tetillas. (Yo medía 1,65 metros pero era fuerte y robusto). De pronto una tremenda lluvia de fuego de fusilería y ametralladora me salpicaba por todas partes: alcancé el arenal, me tumbé en el suelo y preparé mi fusil, como todos los demás, calando la bayoneta, porque sabíamos que, si antes no nos alcanzaba una bala, la lucha llegaría cuerpo a cuerpo. Y en medio de aquel infierno, pude ver una montaña de agua que avanzaba sobre nosotros; había que salir de allí a toda velocidad para alcanzar la colina; el arenal se me hizo interminable, pero llegué al segundo canal, algo más profundo y algo más estrecho; salí del agua y vuelta a correr, casi a volar. Me parecía que no era yo el que iba en busca de las alturas y que era la tierra que se me acercaba para brindarme la salvación y alcance los primeros metros de subida, mientras mis compañeros gritaban animosos: ¡Arriba! ¡Arriba!. Por un momento volví la vista atrás: fue una visión dantesca, un mar de aguas revueltas contra el que luchaban muchos hombres de nuestro ejército. Los del Tercio Oriamendi habíamos tenido allí mucha suerte, imaginamos que la conquista de aquellas trincheras terminarían en un combate cuerpo a cuerpo, pero, gracias a Dios, no ocurrió así: el enemigo había huido cobardemente, abandonando armas y equipo. Pero allí quedamos aislados de nuestra retaguardia, porque las explosiones a las que me referí más arriba, fueron como consecuencia de las voladuras de los puentes y las compuertas del pantano. A la mañana siguiente, ocupamos Estadilla, donde permanecimos algunos días, mientras los Cuerpos de Ingenieros hacían posible los accesos entre las dos orillas del Cinca.

El día 23 de mayo se traslada el Tercio a Rialp, más al norte, donde en los días siguientes iban a darse fuertes combates por el dominio de Peñas de Aholo. Ignoro el valor estratégico que pudiera tener aquella cota; pero lo cierto es que el enemigo puso el máximo empeño en sus desesperados intentos por conquistarla. El Tercio llegó a las faldas del monte después de una caminata y nos mandaron descansar, mientras se esperaba la orden de iniciar el relevo de la Bandera de la Legión. Había muy cerca de donde me encontraba una ermita o capilla, bastante grande; vi que la puerta estaba abierta y entré a implorar la ayuda de Dios. El espectáculo que presencié fue terrorífico: la capilla estaba totalmente desnuda, pero el piso era un depósito de cadáveres; calculo que más de un centenar, colocados casi en perfectas hileras. Vino a mi mente un texto poético que aprendiera en el colegio ³...al suelo le falta tierra para cubrir tanta tumba...² y recé, recé por ellos, recé por mi y por todos. Pero el espectáculo del terror no terminaba allí, porque a poco de iniciada la ascensión a la cota de destino, una caravana compuesta por diez o doce mulos descendía por un sendero, portando cada uno en sus camillas dos muertos o heridos, porque algunos dejaban oir sus gemidos.
Fueron unos días y noches de auténtico infierno; los ataques de las tropas rojas se sucedían de forma constante; no había horas para mal comer, ni para dormir, acurrucados al amparo y abrigo de una roca. Y entre uno y otro ataque eran las granadas de sus morteros las que nos causaban más bajas. Y dos días después de habernos hecho cargo de la defensa de aquella posición, se incorporó a la Compañía aquel muchacho ourensano, Manuel Sánchez Vázquez, que el 31 de diciembre del año anterior hubo de ser trasladado al Hospital para ser operado de urgencia, cayó víctima de un morterazo que le alcanzó de lleno, cinco o seis minutos después de su. reincorporación al frente de combate. Quizás nuestro joven requeté (muerto a la edad de 17 años recién cumplidos) sea el único combatiente de primera línea, que murió en la guerra sin tener la oportunidad de disparar un solo tiro; si una súbita enfermedad le apartó, muy pocas horas antes de iniciarse la batalla de La Muela; una granada de mortero le dejó fuera de combate cuando, fusil en mano, se aproximaba a ocupar su puesto en la trinchera de la cota 1.560. Sirva el dato para la estadística de casos insólitos de aquella guerra.
Y vuelta al paseo militar, a los ejercicios de senderismo, Balaguer, Tremp, Pobla del Segur, Sort y toda la rivera del Noguera-Pallaresa, para llegar hasta el límite con el Pirineo francés, sin encontrar más resistencia que la ya referida de Peñas de Aholo, al citar al compañero muerto, Manuel Sánchez. Y allí, en la saludable altura de la cordillera pirenaica, terminó mi aventura el día 1 de septiembre de 1938, cuando aún no había cumplido los dieciséis años, reclamado de Oficio por mi padre.
Ojalá que nunca más vuelva a ocurrir otra tragedia fraticida, como la que me ha tocado vivir, sufrir y casi morir, por Dios, por la Patria y el Rey... Y ahora, el revivir de los acontecimientos en este escrito me ha hecho derramar muchas lágrimas. Yo me había formado en el colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Lasalle.

José Alvarez Limiajosealimia@telefonica.net

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